La polémica entre voluntariedad y regulación no remite, sino todo lo contrario. Es uno más de los efectos de la crisis. La manifiesta irresponsabilidad empresarial generalizada que ha evidenciado debería impulsar una reflexión serena sobre la posible conveniencia de elevar el listón regulador para evitar nuevos desenfrenos.
Hace poco sugería en su blog el imprescindible Josep María Lozano “La voluntariedad, tótem y tabú de la RSE” un hecho que a muchos nos parece patente: que la manida polémica entre voluntariedad y regulación de la RSE, lejos de resolverse o amainar, está arreciando cada vez más en la actualidad.
Es algo inevitable: un producto necesario de la crisis; y muy especialmente, de la crisis financiera. O si lo prefieren, de los comportamientos crudamente irresponsables de muchas entidades financieras, que han contribuido decisivamente a la crisis: cortoplacismo desmedido, imprudencia generalizada, sistemas de incentivos para la alta dirección no sólo escandalosos, sino fomentadores de una mala gestión, deficiencias evidentes en los sistemas de gestión del riesgo, modelos de negocio (titulización) basados en la dispersión del riesgo individual a costa de su acumulación descontrolada en el conjunto del sistema, ocultamiento (cuando no falseamiento) de información básica, instrumentalización masiva de los paraísos fiscales, especulación desenfrenada, arbitraje regulatorio como práctica habitual de negocio …
Sin duda -y por encima de las muchas excepciones particulares que deben hacerse- el sector financiero no ha sido, en general, ni un modelo de ética ni un dechado de responsabilidad.
Y no estamos sólo ante un problema de entidades marginales, de estafadores sofisticados o de cúpulas directivas particularmente obsesionadas con el beneficio rápido caiga quien caiga.
Ha sido un fenómeno intensamente generalizado, en el que han sobresalido muchas de las entidades financieras que parecían mejores desde todos los puntos de vista: entre ellas, muchas de las mejor posicionadas en los infinitos índices, ratings, rankings y clasificaciones de responsabilidad social, sostenibilidad, ética, reputación y virtudes similares.
La crisis, sin duda, ha sido en buena medida una crisis producida por la irresponsabilidad empresarial. Más aún: una irresponsabilidad sistémica y sistemáticamente ejercida. Incorporada consustancialmente en los modelos de negocio: eso que muchos propugnamos para la RSE (que se incorpore de verdad al núcleo de la actividad empresarial), sólo que al revés.
Una auténtica inversión de lo socialmente deseable que no hace sino resituarnos en la dura realidad: ni el mundo es como quisiéramos ni, lo que es peor, parece que avance en esa dirección.
Eso, nos guste o no, es lo que la crisis financiera -entre otras cosas- nos ha revelado. Uno de los sectores empresariales presuntamente más avanzados en términos de RSE ha venido comportándose muy generalizadamente en los últimos años de forma cada vez más irresponsable: hasta el punto de poner en gravísimo peligro a muchas entidades, al conjunto del sector y al mundo entero.
Ante esta situación, ¿cabe hablar de voluntariedad y de autorregulación?
Desde el punto de vista estrictamente financiero, nadie solvente discute que una de las causas del mal funcionamiento del sector ha sido el deterioro creciente de los sistemas de regulación y supervisión y su cada vez más difícil instrumentación a escala internacional. Por eso, la gran mayoría de los expertos y de las instituciones de referencia reclaman mayores dosis de regulación, mayor firmeza supervisora y mayor coordinación internacional en los aspectos más críticos de la actividad financiera. Una reclamación, por cierto, de resultados crecientemente inciertos a medida que se van reconduciendo los efectos más graves de la crisis y las entidades financieras van recuperando resuello, aplomo y capacidad de presión.
Pero al margen de la regulación estrictamente financiera, son cada vez más los que piensan (los que pensamos) que no basta con ello: que lo que la crisis ha destapado debería obligar a extender esas exigencias a muchos otros ámbitos.
A ésos, precisamente, que se suelen considerar característicos de la RSE: una mucho más rigurosa transparencia informativa, una radicalmente mayor exigencia de integridad en el negocio, una decidida prohibición de operar en y con paraísos fiscales, una consideración real de los impactos sociales y ambientales de las operaciones financieras (y muy especialmente de las de gran dimensión), una garantía efectiva de que los códigos de gobierno y de conducta son algo más que elementos ornamentales, unos sistemas retributivos menos desequilibrados y que fortalezcan la sostenibilidad de la empresa, unos sistemas de gobierno responsables y eficaces, una consideración no puramente instrumental de los empleados…
Porque, frente a la continuada vulneración de lo que es ético, razonable y socialmente deseable en todos esos, y muchos otros, aspectos que la crisis ha puesto inmisericordemente de relieve, ¿por qué vamos a tener los ciudadanos confianza en las proclamas de auto-regulación de entidades tan poco fiables? ¿Por qué creer ahora sus melifluas autocríticas y sus propósitos de enmienda? ¿No sería más lógico y sensato atender a los hechos -tan reiterados, tan flagrantes, tan nocivos- que a las palabras de quienes han demostrado repetidamente tan escasa credibilidad?
Y, por encima de todo, no deberíamos olvidar otra enseñanza que la crisis, con toda crudeza, nos ha recordado: que los comportamientos de las empresas no dependen sólo de su mejor o peor voluntad (de su nivel ético).
En ocasiones como la que hemos vivido, las fuerzas del mercado los impulsan de forma casi irresistible: las actuaciones más nocivas del sector financiero han sido fruto de la focalización obsesiva en operaciones de altísima rentabilidad a corto plazo (pese a sus fatales riesgos a la larga y a sus terribles externalidades negativas) que la extrema competencia (y la débil regulación) han extendido casi ineludiblemente a todo el sector.
España ofrece un buen ejemplo: si las entidades financieras españolas no han participado de forma significativa en el negocio de las hipotecas “basura” ha sido en buena medida por las provisiones exigidas por el Banco de España.
La crisis, ciertamente, se ha generado por la irresponsabilidad: pero por una irresponsabilidad no sólo individual. No se trata única -ni principalmente- de problemas éticos, sino estructurales: de un mercado que -más allá de las voluntades específicas- ha inducido sistemáticamente actuaciones socialmente negativas. Actuaciones frente a las que son imprescindibles medidas públicas. No sólo reguladoras, desde luego, pero también reguladoras.
Porque, en efecto, todo lo anterior invita a una nueva mirada en torno a la regulación de determinados aspectos de la RSE. Una mirada que no debería limitarse sólo al sector financiero: porque no ha sido el único en el que los comportamientos han sido socialmente destructivos.
Al igual que nadie discute ya la pertinencia de la regulación en muchos ámbitos esenciales en la RSE (salud y riesgos en el trabajo, relaciones laborales, impacto ambiental de vertidos y residuos, información financiera veraz y auditada, prevención del fraude y del blanqueo de dinero…), el escándalo evidenciado por la crisis debería impulsar una nueva reflexión sobre la posible conveniencia de elevar el listón regulador, para abarcar nuevos ámbitos y para exigir un mayor rigor; para evitar nuevos desenfrenos.
Porque si no, no nos engañemos, irremediablemente se reproducirán actuaciones similares a las que han conducido a la crisis en el momento en el que las condiciones vuelvan a ser propicias.
Algo, por cierto, que no disminuye en nada el carácter voluntario que la RSE libremente asumida por las empresas tiene: una responsabilidad voluntaria que impulsa a superar el listón de la ley.
Una espléndida vocación de excelencia, que todos debemos alentar y reconocer: simplemente, merecerá más aplauso (y será más auténtica, eficaz y práctica) si el listón se pone en una altura mínimamente significativa. Si no, el salto no tiene mucho mérito.